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Gustavo Díaz: Malvinas, prohibido olvidar

  • Foto del escritor: Winifreda
    Winifreda
  • 18 jul 2021
  • 11 Min. de lectura

- Por MARIO VEGA -

Sobreviviente del Crucero General Belgrano, tuvo una infancia de pobreza. Hoy sus hijos pueden estar orgullosos de este hombre que sufrió el horror de la Guerra y pide no olvidar la causa de Malvinas.

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«¡Oíd mortales el grito sagrado, libertad, libertad, libertad!»«¡O juremos con gloria morir; o juremos con gloria morir; o juremos con gloria morir!»… Eran poco más de las 4 de la tarde de aquel 2 de mayo de 1982. El Crucero ARA General Belgrano había sido impactado por dos misiles del submarino inglés Conqueror y se inclinaba peligrosamente antes de ser deglutido por las aguas del océano Atlántico. La tripulación se aferraba a lo que tuviera cerca, porque la nave estaba ladeada y la superficie de la cubierta resbalosa por el derrame de petróleo.



El Himno a viva voz.

Mientras se esperaba la orden del comandante para subir a las balsas, alguien empezó a entonar las estrofas del Himno Nacional Argentino… Primero casi como un susurro, y poco a poco el grito sagrado fue una exclamación desgarradora surgiendo de las entrañas de cada marinero, arremetiendo contra el aire helado que surcaba la cubierta del barco. Algunos cantaban y en su rostro aparecían lágrimas de emoción, aún sin comprender muy bien lo que había sucedido.


Entre todos ellos un muchachito santarroseño… Uno más de tantos pibes que impensadamente se encontraban en medio de una guerra absurda.



La Guerra, una cruda realidad.

Gustavo Guillermo Díaz (59) fue uno de los sobrevivientes del ataque del submarino nuclear que disparó sobre el Belgrano.


Han pasado 39 años de aquel episodio que conmovió enormemente a la sociedad argentina. Porque por si alguien lo dudaba el hundimiento del buque argentino evidenciaba la cruda realidad: la Guerra estaba en marcha. No debemos olvidar que no eran pocos los que aún no habían tomado conciencia… Si hasta se seguía con entusiasmo por televisión el campeonato mundial de fútbol que se disputaba en España, donde nuestro seleccionado defendía su título obtenido cuatro años antes.



Las especulaciones.

En el continente no todos pensaban que el conflicto tendría la magnitud que después se conocería… Había especulaciones que -pruebas al canto- después se vería que eran ridículas, como pensar que la intervención de Naciones Unidas determinaría un statu quo que dejaría las Islas Malvinas en manos de nuestro país, y que luego tocaba el momento de la vía diplomática. Todos sabemos lo que sobrevino.



El pibe del kiosco.

Gustavo era entonces Gustavito para quienes nos desempeñábamos en la Redacción de La Arena, ubicada en ese tiempo en 25 de Mayo 336, a media cuadra de Avenida San Martín. Esto es a metros del Kiosco Pampa, propiedad de la familia San Pedro. El pibe tenía sólo 10 años cuando empezó a trabajar para ayudar a una familia pobre, «muy pobre», musita por lo bajo corroborando la afirmación.



Piso de tierra y sin luz.

Y cuenta Gustavo: «Vivíamos en Uruguay 670, entre Centeno y Ayala… Mi padre se llamaba Osvaldo, y era muy conocido por ser colchonero, y no sólo trabajaba en casa sino que iba a domicilio con su máquina escardadora. Me tocó acompañarlo un tiempo cuando era muy chiquito… Mamá era Antonia, y se tenía que dedicar a la casa porque éramos diez hermanos: Albina, Sara, Osvaldo, Ricardo, Raúl, Hugo, yo, Marisa, Fabiana y Marcela… Sí, un montón, y realmente una familia muy humilde, porque la verdad es que la casa era un rancho con piso de tierra y no teníamos electricidad… nos alumbrábamos con velas», dice a la distancia sin omitir detalle.


Porque obviamente la pobreza no es un delito, sino en todo caso una circunstancia que -lamentablemente- toca a muchas familias argentinas. Si hasta eso hizo que Gustavo en algún momento fuera a vivir con una «familia postiza», a la que recuerda con enorme cariño hoy: «Los Casullo… Gladys mi madre adoptiva y mis ‘hermanos’ José y Patricia… me trataron como si fuera uno de ellos», dice mientras se le humedece la mirada.



El barrio y los amigos.

Aquel chico que conocimos en el Kiosco Pampa es hoy este veterano de guerra que confiesa que desde hace un tiempo está muy sensible… «Lloro mucho… a veces por cualquier cosa…. Si en un momento hasta me tuve que alejar de las actividades malvineras porque me hacía muy mal. La psicóloga me aconsejó diciendo que yo ya había hecho suficiente… Recién ahora estoy empezando a retomarlas», agrega.


Decía antes que si bien lo conozco desde que era un chico, ciertamente no sabía algunos aspectos de su vida: «Me crié en un barrio donde tengo muchísimos amigos: Sergio Barrachia, El Vasco Beacochea, Huguito Lubones, los Castillo (ex jugadores de Atlético Santa Rosa), los Agüera, Ricardo Reale, los Zambruno, vivía por allí Carlos Pessi…», enumera aunque sabe que -sin querer- está omitiendo a muchos otros.



Infancia difícil.

Concurrió a la Escuela 38 (hoy Escuela Hogar ubicada en Avenida San Martín Oeste), pero sólo hasta segundo grado. «No completé la primaria porque enseguida nomás tuve que empezar a trabajar… tenía 10 años cuando en noviembre de 1972 me inicié en el Kiosco, y al principio trabajaba de lunes a lunes, sin francos», afirma y de alguna manera me asombra. De todos modos se las arregló para aprender a leer y escribir.


Era apenas un chiquito que, podría decirse, no tuvo la infancia que se supone debe vivir alguien de esa edad. «Un día me enojé y le dije a mis padres que no trabajaba más, porque nunca tenía un día libre. Iba a la mañana y a la tarde hasta las 10 de la noche… Ahí los dueños hablaron con papá y me convencieron que vuelva en otras condiciones, y así estuve hasta los 26 años», rememora.



Lo que vino, impensado.

Cuando cumplió los 18 años Gustavo fue convocado al Servicio Militar, y le tocó Marina, y como destino la Base Naval de Puerto General Belgrano. Y enseguida nomás sería asignado como tripulante del buque con el que irían al Atlántico Sur.


De una manera inesperada -pensaba- se iba a dar el enorme gusto -ese que tenía atesorado en sus pensamientos- de conocer el mar… aunque nunca hubiera imaginado el infortunio de la Guerra que lo iba a cambiar todo. Incluso el rumbo de su vida, que ya nunca más, después, podría ser como la de cualquier mortal que no participó de la conflagración, o que sólo -como nos sucedió a casi todos- la seguimos por la televisión, la radio y los diarios.

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Toma de las Islas.

Todo había comenzado cuando el 2 de abril de 1982 la Junta Militar encabezada por Leopoldo Fortunato Galtieri anunció que se habían recuperado las Islas Malvinas con una acción militar que incluyó movilizar a unos 5.000 hombres.


Ese día las plazas del país se llenaron de argentinos entusiasmados, porque desde niños nos enseñaban en la escuela que «las Islas Malvinas son argentinas». Ahora la Junta acorralada por los acontecimientos, sabiendo que ya no tenía salida, daba ese manotazo y provocaba una imprevista situación.


Y de verdad no fueron pocos los que creyeron en la propaganda triunfalista, y por eso los comentarios de los ciudadanos transcurrían entre una cierta ingenuidad alimentada por la desinformación, y los menos optimistas que pensaban que difícilmente la «task force» iba a recorrer 15 mil kilómetros para no iniciar una acción militar.


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Rumbo al Teatro de Operaciones.

Gustavo recuerda perfectamente el día que le anunciaron que en un par de días embarcarían rumbo a las islas… «Nos avisaron y yo justo tenía franco local (esto es quedarse en las inmediaciones de la Base), pero decidí venirme escapado a Santa Rosa a contarle a mi padre. Llegué a dedo, hablé con papá, y no con mamá porque sufría del corazón, y me volví…», dice con una sonrisa como si aquello hubiera sido una travesura. No sabía que su vida iba a estar en peligro, que el barco sería atacado y que los cuerpos de 323 de sus 1.093 camaradas quedarían para siempre en el fondo del océano.


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El crucero torpedeado.

Aunque inquieto, Gustavo en el fondo se sentía expectante… él había querido conocer el mar y estaba ante un momento singular. Pero no podía imaginar lo que sobrevendría.


Aquella tarde de ese domingo de mayo de 1982, Gustavo Díaz era el marinero que en el barco tenía asignado su puesto de combate en el pañol, en la santabárbara, varios metros debajo de la cubierta superior del Crucero General Belgrano.


Cuenta con absoluta precisión todo lo que pasó en ese instante: «Yo había dormido la siesta, y me tocaba tomar mi puesto. Cuando estaba llegando el barco se sacudió y se detuvo… y enseguida otro nuevo sacudón. Alguien dijo ‘nos dieron’, todo quedó en tinieblas y empecé a llamar a mis compañeros, pero solamente contestó Álvarez… Los demás ya habían empezado a subir a cubierta». Dos torpedos habían impactado, el primero en la sala de máquinas de popa (por eso el buque quedó sin energía) y el otro destruyó otros 15 metros de la extensión del crucero.


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A las balsas.

Cuando el capitán Héctor Bonzo reconoció que el hundimiento era inexorable dio la orden para que la tripulación se dirigiera a las 72 balsas que tenían una capacidad de 20 ocupantes cada una. «Eran las 16.30 más o menos cuando me tiré al techo de la balsa. Nosotros éramos 19, y cuando el barco se hundió definitivamente estábamos alejados de tal modo que no podía arrastrarnos en la espiral que lo llevó hasta el fondo del mar», narra. Estaban a unos 300 metros porque utilizando como remo una escoba (¡¡¡) -que impensadamente encontraron en la balsa- consiguieron alejarse. Angustiados e incrédulos pudieron ver que el buque en forma vertical se iba a pique al fondo del mar.



En la balsa, otra odisea.

Pero los casi dos días y medio en la balsa no iban a ser sino parte de una odisea para llegar a la salvación… Los tripulantes de la barcaza en la que estuvo Gustavo debieron atravesar momentos tremendos… algunos compañeros habían quedado atrapados y se hundieron con el crucero, otros no pudieron abordar las embarcaciones de salvataje y cayeron directamente al mar…


Pero Gustavo y los suyos sí consiguieron alejarse del Belgrano. Era el punto de partida de otra aventura sin que nada pudiera garantizarles que salvarían sus vidas… Iban a ser 40 horas -dos noches- que no olvidarán nunca más.



La noche más oscura.

Había muy mal tiempo, las olas eran de 10 metros o más de alto y las ráfagas de viento de 120 kilómetros por hora: «Las olas pasaban por encima de la balsa, la llenaban de agua y nos ponía en un riesgo todavía mayor… entonces usábamos los borceguíes como ‘palas’ para desagotar rogando que la balsa no se diera vuelta, como pasó con otras… Cuando llegó la noche más oscura que recuerde en mi vida rezábamos, contábamos cuentos, tratábamos de estar cerca porque el frío era terrible y algunos teníamos el cuerpo entumecido porque estábamos totalmente mojados… tratábamos de no dormirnos porque sabíamos que la hipotermia podía ser mortal. Si alguno dormitaba un poco enseguida el de al lado lo despertaba… es difícil contar como para que se pueda explicar lo terrible que fueron esas horas», relata.


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El rescate.

La segunda noche, cuando la balsa «se paró» en lo alto de una ola, creyeron ver a lo lejos una luz «como de una linterna. Porque en la oscuridad eso se ve a kilómetros de distancia», explica Gustavo. Pero fue sólo un instante.


Al otro día sí, vieron un avión y esperanzados pensaron en el rescate, pero «era de pasajeros, pasaba muy alto y por supuesto no nos vieron.» Cuando todo era incertidumbre acerca de la suerte que podrían correr, entre la bruma creyeron escuchar el motor de un avión. Nos asomamos y lo vimos… daba vueltas en círculos en derredor nuestro. ¡Nos habían visto! Ahí sí creímos que nos iban a rescatar. A las horas llegó el barco hospital Bahía Paraíso: los hombres ranas se tiraron al agua y nos empezaron a subir de a uno, con mucho cuidado, porque estábamos agarrotados», narra.



Al fin, ¡salvados!

Se emociona y las lágrimas ruedan por las mejillas de Gustavo.


Y no es para menos, y cómo no vamos a entender que eso le suceda todo el tiempo, si tiene esas imágenes en su mente como una película rediviva. «Cuando subimos al barco nos dieron uno de esos jarros de aluminio con un café caliente… en condiciones normales no hubiéramos podido tenerlo en las manos porque hervía, y así como estaba lo bebimos de un trago… como si fuera una gaseosa», explica para dar cuenta del espantoso frío que habían soportando.



Reencuentro con la familia.

Después de algunos días llegaron a tierra, y recuperados, recibieron una semana de licencia: «Mi familia se enteró que yo estaba vivo, porque uno de mis hermanos había estado en la Base y dejó un teléfono al que le avisaron… Nos dieron los pasajes y cada uno partió a su provincia», señala.


Cuando llegó a la Terminal uno de sus hermanos lo esperaba para llevarlo hasta su casa. «Cuando nos abrazamos con papá y mamá y el resto de la familia lloramos… lloramos mucho y no podíamos creer lo que estaba pasando», resume.


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La Provincia los apoyó.

Pasó un tiempo hasta que le dieron la baja y se pudo reintegrar a la vida civil. Era el momento de empezar de nuevo, de armar una nueva vida. En nuestra provincia, hay que decirlo, los Veteranos de Guerra han sido considerados y respetados como los héroes que fueron, y no sólo que en 1985 les dieron vivienda, sino que además los convocaron a trabajar y les asignaron una pensión. «Fue la primera provincia que lo hizo, y lo quiero destacar», reconoció Gustavo.


Durante un tiempo -después de dejar el Kiosco Pampa- se había desempeñado en una distribuidora de cigarrillos y luego lo hizo en el Estado provincial: «Estuve varios años en el Ministerio de la Producción, con Ricardo Moralejo (titular de la cartera), de quien por algún tiempo fui chofer… hasta que decidí retirarme», indica.


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El presente.

«¿Hoy?, trato de disfrutar de mis hijos Mariana, Facundo, Juan Ignacio, Victoria y Tobías… y de mis nietos Valentino (9), Bianca (8), Isabella (7), Agostina (7) y Bautista (4). Quiero que todos ellos, y también mis amigos vengan y pasarla bien. Me gusta que lleguen todos a mi casa, lo disfruto», comenta.


Por supuesto el recuerdo de Malvinas es muy fuerte y permanente, y no puede ser de otra manera… Porque marcó a toda una generación y a una sociedad hace casi 40 años… Fue en ese tiempo cuando «fue la muerte bandera y la vida un milagro…», como lo inmortalizó magníficamente Alberto Cortez.


Precisamente por esos acontecimientos de la historia que nos marcaron para siempre, por el sufrimiento de tantas familias, por los que no pudieron volver –reafirma Gustavo- está prohibido olvidar… Sí, está prohibido olvidar.



Una corona de flores en el mar.

Estamos sentados en el comedor de la casa en la que vive, en Felice 90 y Gustavo trae cajas con fotos y más fotos… de su familia, de amigos que lo recibieron al regreso, después del hundimiento del Belgrano, y de cuando se reintegró a nuestra realidad ya definitivamente.


En un momento de la charla se pone más serio y expresa que uno de sus enormes deseos es un día viajar a Malvinas y visitar el cementerio de Darwin.


En otro momento recuerda su frustración cuando en 1994 se organizó una expedición hacia Alta Mar, precisamente al lugar donde había sido hundido el Crucero General Belgrano, oportunidad en que se le iba a rendir homenaje a los caídos en el ataque del submarino inglés. Todo organizado por una comisión de familiares de náufragos del Crucero y el Gobierno nacional -participó el presidente Carlos Menem del viaje-, y viajaron madres de los tripulantes que murieron y se hundieron junto al barco.


Gustavo acompañaba a una familia de General Pico y tenía la gran ilusión de llegar hasta el lugar donde la historia de aquella Guerra -y la suya propia- iba a tener un quiebre.


Con toda la ilusión el pampeano llegó hasta el punto del embarque, en Usuhaia, pero se encontró con una triste sorpresa: él y otro marinero que habían estado en el barco aquella tarde del 2 de mayo no podían realizar la excursión porque -según les explicaron- la tripulación estaba completa.



Sí fue el peluquero.

Con el tiempo se enteraron que entre los viajeros estaba Tony Cuozzo, que no era otro que el peluquero del presidente de la Nación. Casi una burla.


«Hubo madres que nos querían dejar el lugar… pero por supuesto no podíamos permitirlo», rememora hoy. Con todo el dolor del alma vieron que el barco zarpaba y ellos se quedaban en tierra. «¿Qué hice? Fui y compré una corona de flores… y al otro día la tiré al mar… Ese fue mi pequeño homenaje a los camaradas caídos», expresa aún con pena.


Pasados tantos años Gustavo tiene firme un objetivo: «Alguna vez voy a viajar a Malvinas. Se lo debo a los que quedaron allá…», reflexiona.. Y otra vez se le humedece la mirada. fuente diario La Arena





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